“Una larga historia, poblada de huérfanos”
Así nos dice Roy Cady en un momento y bien podría ser un subtítulo de Galveston.
Ahora huérfanos, pero que tardaron en serlo. Uno podría pensar: mejor.
Pero quizás el daño venía de antes, esos chicos ya estaban abandonados en el mismo momento en que sus padres se habían abandonado a sí mismos, mucho antes de que les llegara -o se arrojaran- a su hora.
Madres solas que intentan sobrevivir a sus traumas, hablando con sus hijos en sus desvaríos -producto de borracheras, ya sea con alcohol o con recuerdos-, de esas etapas antes del punto de retorno. Y sus hijos tienen primera fila en el derrumbe. Para verlos. Y para seguir sus pasos.
Cady va y viene sobre estas ideas, busca ese punto de quiebre para tratar de poder armar un arquitectura de su vida que no sucumba. Nos cuenta que “ya había aprendido que uno puede sobrevivir a cualquier cosa”, para más adelante en el camino sentenciar que “no se sobrevive a ciertas cosas, aunque no te maten”.
Es en estas contradicciones donde radica la potencia de Galveston. En la organización de nuestras vivencias y memoria, la creación de un relato y los sucesos que nos ocurren. La confusión de tratar de entender y la desesperación por no poder hacerlo. Asumir el poder que tienen las historias, las que nos contamos a nosotros mismos, los recuerdos que organizamos, clasificamos para poder seguir adelante, para que el error no haga metástasis. Encapsular los recuerdos. Cady es consciente del peligro que pueden causar los recuerdos sobre los que edificamos el futuro. Es a lo que más miedo le tiene.
Y eso que le diagnosticaron cáncer terminal de pulmón.
De esa manera empieza la novela. 1987. Cady enterándose de que el fin está ahí, golpeando la puerta, copos en los pulmones. Huye de la consulta. Sin tiempo a pararse a pensar, se dirige a su trabajo. El buen Roy labura de matón para Stan Ptitko, un mafia de New Orleans. Y digamos que no se encuentra en buenos términos con su jefe. 1) Porque es su jefe. 2) Porque Stan se está acostando con la que ahora es su ex-chica.
Para hacer todo más interesante, Ptitko lo envía a un trabajo para hacer que un asociado recapacita acerca de sus acciones. Eso sí. Que vayan sin armas. La palabra emboscada se enciende cual neón en la cabeza tanto de Cady como del lector -podría haber sido un poco más sutil el bueno de Pizzolatto-.
Digamos que Cady ha tenido días mejores, ¿no?
Y así sucede. La emboscada termina dejando dos sobrevivientes: Cady, claro está, y Rocky, una joven prostituta. Ambos acabarán fugándose hacia Texas. Acá es donde Pizzolatto coquetea con el cliché de la prostituta de oro, que intenta seducir a Cady, esa femme fatale -incluso para sí misma-, pero termina frenando siempre al límite -Nic y Cady-. En su camino hacia Texas, Rocky le pide que pasen a buscar a su hermana pequeña, Tifanny de 3 años, a la que tiene que arrancar a punto de pistola de su padrastro. Los tres terminan llegando a un hotel en Galveston, donde la mayoría de la gente del lugar está más cerca de mudarse de la pieza al cajón que cualquier otra cosa. Cady describe las soledades y ausencias que Edward Hopper pintaría.
La novela experimenta un viraje que puede descolocar a más de un lector -y me da la impresión de que al autor también-. De una novela con arranque cargado de acción, pulp hecho y derecho, caótico -tanto cumplido como lo contrario-, la historia deviene en tiempos muertos, en los que la introspección está a la orden del día y deviene en la lucha -repetitiva de a ratos- de Cady contra el abandono. Dejar a esas chicas en el hotel y que se las arreglen por las suyas. Cada uno carga su propia condena..Pero es consciente -en carne propia- del costo de abandonar.
“La gravedad de aquel paisaje tiraba de ambos hacia atrás en el tiempo y nos obligaba a recordar las personas que habíamos sido”.
Rocky y él se cuentan las historias de sus cicatrices y saben que ya están más allá de la posibilidad de un happy ending. Pero Tiffany todavía tiene una oportunidad. Una chance de romper esa cadena de huérfanos.
Con un lirismo bucólico en la línea de James Lee Burke, Pizzolatto nos entrega una novela donde narra la belleza y la desgracia de lo abandonado, y en la que sus personajes merecen algo mejor que la verdad.
Galveston
Nic Pizzolatto
Salamandra Black
Traducción de: Mauricio Bach Juncadella
288 páginas